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En Colombia hay una nueva generación de grupos armados

“Uno es consciente de que no debería existir esto”, dijo recientemente, acunando un rifle en su regazo. Pero después de dejar el ejército, comentó, le costaba llegar a fin de mes. Entonces recibió una oferta de un salario de 500 dólares mensuales, casi el doble del salario mínimo mensual de Colombia.

Ahora, “mis hijos están en mejores condiciones”, dijo, “porque sí tengo para la comida”.

El acuerdo de paz de Colombia, firmado en 2016 por el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, o FARC, se suponía que daría paso a una nueva era de tranquilidad en un país que soportó más de cinco décadas de guerra. El acuerdo consistía en que los rebeldes dejarían las armas, mientras que el gobierno inundaría las zonas de conflicto con oportunidades de trabajo, aliviando así la pobreza y la desigualdad que dieron origen a la guerra.

Miles de combatientes de las FARC abandonaron las armas. Pero en muchos lugares, el gobierno nunca llegó. En lugar de ello, a numerosas zonas rurales de Colombia han vuelto los asesinatos, los desplazamientos y una violencia que, en algunas regiones, es ahora tan grave, o peor, que antes del acuerdo.

Las masacres y los asesinatos de defensores de derechos humanos se han disparado desde 2016, según Naciones Unidas. Y el desplazamiento sigue siendo sorprendentemente alto, con 147.000 personas obligadas a huir de sus hogares solo el año pasado, según datos del gobierno.

No es porque las FARC, como fuerza de combate organizada, hayan vuelto. Más bien, el vacío territorial que dejó la antigua insurgencia, y la ausencia de muchas de las reformas gubernamentales prometidas, han desencadenado un marasmo criminal a medida que se forman nuevos grupos, y los antiguos mutan, en una batalla por controlar las florecientes economías ilícitas.

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